Mi bicicleta GT roja se la había comprado en 150 pesos a un queridísimo amigo. Ya tenía sus años pero seguía siendo un buen rodado. En los últimos tiempos se le había roto la palanquita de cambios de la corona, y de los seis del piñón andaban sólo el 3 y el 4, los más necesarios en definitiva. No eran arreglos tan caros al final de cuentas, pero como la bici de última andaba bien y no la usábamos tanto, le demorábamos el paso por el bicicletero.
Anoche la usé para hacer unas diez cuadras: videoclub, verdulería, almacén. Habíamos visto
Tiempo de valientes en una copia lamentable: cada vez que hablaba Diego Peretti, sonaba un eco agudo por debajo de su voz. Y lo que hablaba Peretti, uf... Si la película no terminaba de ser mala, se debía en parte al gordo Luis Luque (sobrio y contenido por una vez), y sobre todo a la forma en que se muestra, sin resignar tono de comedia, cómo el entramado delictivo organizado se extiende sin solución de continuidad desde los tipos de la SIDE hasta un chorito de barrio.
La idea era devolver la película en el Místico de a tres cuadras, y sacar otra en el Libra de a cinco. Gente piola la del Místico, pero ya estábamos hartos de sacar truchadas con mal sonido, imágenes quemadas de luz, bebés llorando, gente levantándose para ir al baño o a por nachos.
El día había sido caluroso, la noche era húmeda y pesada: “ni una gota de aire”. Y menos gente en la calle que lo habitual siendo enero.
Entro al video, devuelvo, salgo: quince, veinte segundos como mucho, y la bici que ya no estaba contra la puerta de vidrio. Me asomo para adentro del barrio, por el costado de la plaza, y veo dos sombras menudas disparando con la bici, como a una cuadra de distancia. Empiezo a correr, pero al toque se dan cuenta y disparan más. Ahí me resigno y sigo caminando. Cruzo la plaza y viene un pibe en moto. Me dice que si quiero, él busca a los canas.
- No, dejá –le digo-: ya perdí.
- Uh, mirá –me dice, mientras se va en la moto.
En ojotas, con las manos en los bolsillos del vaquero y una camiseta alternativa de Boca toda percudida, un morocho cruzaba la calle y se sentaba en una hamaca mientras miraba para el lado mío. Éste de menudo no tenía nada. Pegué media vuelta y me fui.
Se me mezclaron emociones, todas feas. La bronca era sólo una entre tantas, en definitiva no se trataba de nada personal. En todo caso, digamos que el rollo era “cosal”: todo empezaba y terminaba con la GT ausente. Tristeza sin fin.
Cuando hace algunos años trabajaba en la
Crónica de un rocho, mi primera novela, me había decidido por la primera persona. Se me ocurrió que un personaje tan (socialmente) lejano, debía hablar por sí solo en vez de “ser hablado” por mí. Hoy, que estoy escribiendo sobre personajes más cercanos al “choreado” que al choro, también elijo sin dudarlo la primera persona.