martes, diciembre 3

Con tal de sobrevivir







Sobre Chau, Rodríguez. De vuelta a casa
de Ignacio Vanella 
(Editorial Dos Mundos, 2002)








Hay quien dice estar harto de la dictadura, y a quien los desaparecidos le chupan un huevo. Hay también, cómo no, quien se aprovecha de esos temas como el peor oportunista.
En otros casos el gesto no es tan estratégico. Casos en los que, como apuntó María Zambrano en su trabajo sobre la confesión como género literario, “no se escribe por necesidades literarias, sino por necesidad que la vida tiene de expresarse”. Y si el tiempo de la vida se compone ante todo de una sucesión de experiencias, unas más relevantes que otras, no ha de asombrarnos que muchas personas, de treinta y cinco años para arriba, tengan para sí como vivencias determinantes aquéllas ocurridas durante los llamados “años de plomo”.

“Es extraño cómo uno se acostumbra a considerar que el mundo es el pequeño espacio por el que se transita cotidianamente”, pensaba Rodríguez. “Cuando se vive en una ciudad, el mundo toma las dimensiones de una ciudad; cuando se vive en un pueblo, el mundo tiene el tamaño del pueblo; y cuando se vive en una pieza, el mundo se achica hasta las cuatro paredes de siempre. Y uno se va acostumbrando a las dimensiones casi sin darse cuenta. Nos acostumbramos demasiado pronto a cualquier cosa con tal de sobrevivir”, se dijo mientras miraba desde arriba los patios que empezaban a llenarse de detenidos que salían para tomar el recreo diario.


Esta novela, publicada ya hace más de diez años, sirve como acabado ejemplo de esa tendencia testimonial. Si leemos los datos del autor en la solapa del libro, y luego procuramos más info en internet, llegaremos a la conclusión de que éste es el único libro de ficción publicado por Vanella a la fecha. Como si Chau, Rodríguez… hubiera respondido a una necesidad o pulsión puntual que lo movió (según señala la citada solapa) a borronear sus líneas durante los viajes en tren de la casa al trabajo y del trabajo a casa, allá por sus siete años de estadía en Italia.
La lectura del texto abona largamente esa hipótesis, la de una escritura ajena a toda necesidad de figuración literaria. No es éste, sin embargo, un libro meramente confesional, ya que para el registro de la experiencia (uno de sus propósitos clave) el autor recurre a algunas precisas marcas de distanciamiento respecto de lo narrado. Tales son: la tercera persona narrativa; la elección de un apellido de lo más común y corriente para designar al protagonista; y muy especialmente, el tono llano e imperturbable con que va desenvolviéndose un relato que pretende (y logra) ir más allá del mero recuento de desventuras y padecimientos de un prisionero político.
Este ejercicio de memoria a través de la escritura, pese a referirse a un período más bien desdichado de la vida de Rodríguez, acaba demostrando que en el fondo las cosas no son (no debieran ser) tan tajantes a la hora del balance. Como en algunos libros de Primo Levi, en Chau Rodríguez… la vivencia extrema es presentada no como tragedia, sino como circunstancia vital de la que, junto a lo supuestamente peor, también pueden surgir las más genuinas muestras de afecto y camaradería.

Entraron dos guardias, con las fundas de sus pistolas abiertas y vacías, y le pareció reconocer a uno de ellos. Si no se equivocaba, había sido compañero suyo en la escuela primaria, cuando Rodríguez era el mejor alumno del colegio y el otro solamente el Ojudo Gómez de sexto grado varones. En consideración a las circunstancias, Rodríguez no hizo ningún ademán de saludo. Solamente siguió con la vista al guardia cuyo rostro le parecía conocido. Cuando el uniformado lo miró, Rodríguez se dio cuenta de que era su excompañero de escuela. El guardia avanzó hacia él con paso decidido. Le ordenó que se desvistiera, y mientras giraba la cabeza para observar dónde estaba y qué hacía su camarada, le preguntó si se acordaba de él. Rodríguez le contestó que sí, y el otro le preguntó cómo había ido a parar allí. Rodríguez respondió que alguien lo había “engarronado”. El Ojudo Gómez, siempre mirando lo que hacía el otro guardia y hablando entre dientes, le dijo que no se preocupara, que allí iba a estar mejor que en la Central de la Policía, y que si no tenía nada que ver se iría pronto. Le hizo señas para que no se sacara los calzoncillos. Le ordenó en voz alta que se vistiera, y girándose completamente, avisó al otro guardia que ese detenido estaba listo.

El tono sereno del texto da cuenta no sólo de la actitud con que se recuerda, sino además de aquélla con que se vivió, y con que luego se procesó lo recordado. Como si Vanella nos quisiera aclarar que eso de “hacer el aguante” no es cosa de guapos, pulentas o violentos, sino de seres que se las arreglan para atravesar en estado de atención y calma los momentos difíciles de la existencia.

De pronto, algo empezó a moverse en el hueco del patio, y a la vista de Rodríguez, y sus pensamientos dejaron de vagar para fijarse en la figura pequeña y gris que asomaba, al principio con cautela y luego con confianza, al exterior. Perdido en la inmensidad de un territorio tantos miles de veces mayor que su propio cuerpo, el ratón dio algunos pasos y se frenó a olfatear el aire caliente. Rodríguez, poco inclinado a sentir simpatía por los ratones, ni siquiera por aquellos de los dibujos animados, valoró en ese momento la capacidad de resistencia del animal. Pensó en las veces que había visto salir al patio las cuadrillas de desinfección, que introducían en cada agujero un grueso cartucho fumígeno de veneno, y no encontró explicación para la supervivencia de esa criatura gris. Sin embargo, allí estaba, a pesar de las nubes tóxicas que habían inundado hasta las celdas por varios minutos. Rodríguez pensó que un animal tan resistente, con seguridad existiría mucho tiempo después de que el hombre hubiese desaparecido.


Cuando Chau, Rodríguez… se limita a dar cuenta de lo que su protagonista vio y vivió, se potencia la fuerza de su relato. Pues aunque no resulte tan extraordinario lo que allí se cuenta, es en esa baja intensidad donde surge la energía secreta, la luz que nunca se va. Por eso creo que a la novela le sobran la introducción sin título, y el epílogo titulado En casa. En esos pasajes, más reflexivos que narrativos, se lee una pretensión de sacar conclusiones que al resto, esos ascéticos dieciséis capítulos titulados con números romanos, no les hace falta.