El maquinista
Antes que nada, una aclaración: los kilos de más o de menos, estadías en equis instituciones, prótesis, capas de maquillaje, etc., de un actor o actriz, no inciden de manera decisiva ni mucho menos en la calidad de una película. Cualquier reseña o crítica que haga hincapié en ese tipo de aspectos, peca de superficial.
La caracterización de Christian Bale en El maquinista (Brad Anderson, 2004) no es más que un detalle (importante, pero detalle al fin) de una puesta en escena concebida minuciosa, pesadillescamente, al servicio de la historia que se cuenta.
Una mente perturbada siempre merece respeto: el que deriva de reconocer que cualquiera puede caer en esa horrible situación. La realidad trastocada, el íntimo aislamiento, el muro desenfocado entre uno y los otros, cada entresijo de eso que con mayor o menor liviandad llamamos “locura”, aparecen en este relato sin mayores sobresaltos, más bien con una sobriedad que condensa el espanto bien adentro, en un sitio árido, intocado, inerte de la sensibilidad.
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