Microclima de microondas
La escena transcurre en Quebrada del Condorito, Altas Cumbres. Se encuentran dos amigos minaclaverenses, uno conductor de grúa, el otro albañil. Éste comenta que está allí desde hace una semana; es por un trabajo que le han encargado los moradores del puesto. Qué suerte tuviste de estar acá arriba, le dice el otro, allá abajo es un horno. Después, al arribar “allá abajo”, lo confirmo en carne propia. Es más, pasan los días sin que caiga casi nada de agua. Los ríos medio secos. Un sol criminal. Así se lo comento a un lugareño, y él me elogia la elección del adjetivo. Ir a los balnearios (a los pocos en los que hay un poco de agua, y que por lo tanto se abarrotan) es una tortura; aún cuando se llegue temprano a la mañana, porque el churqui reseco que en ese caso alcanzamos a agenciarnos apenas alcanza para una sombrita desnutrida. Por suerte están esas ollas encajonadas entre piedras; ahí uno se mete y suspira de alivio, son como heladeras naturales o, mejor dicho, conservadoras que ayudan un poco a que el cuerpo y el seso no se achicharren y pudran. Cada noche, echado en una reposera, bebiendo algo, puedo advertir los resplandores en los confines del fantástico cielo de Nono: son tormentas que van y vienen por los alrededores pero nunca entran. Varios afiches anuncian un tal Festival del Microclima, con Peteco y Heredia como platos fuertes. Claro, pienso, el famoso microclima de la zona, aquél que aseguraba a los turistas más días soleados, menos lluvias que en los valles vecinos. Y me pregunto cuántos veranos de éstos aguantará esta tierra del valle de Traslasierra. Porque aparte de que no llueve, los habitantes tienden a procurarse el agua desviando el curso de las raquíticas vertientes. ¿Esto será la famosa desertificación de la que habla el marido de la censora en La verdad incómoda? Está bien, no estamos hablando del lago Tanganyika ni mucho menos, pero...
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