Sobre La tumba de Faulkner, de Daniel Groisman
Éste es el segundo libro de un autor nunca antes leído que me ofrecen presentar. Y el primero que acepto. A la hora de recibirlo, el argumento temeroso fue el siguiente: para decir que sí, tiene que gustarme mucho. Y bien, por suerte aquí estoy, intentando presentar un nuevo libro, que por más suerte aún, lo escribió Daniel, a esta altura un nuevo amigo. Y lo haré precisamente como amigo, conversando un poco con él; o sea: con algunas de sus palabras en el libro.
Escribe Daniel:
Sofía, no puedo hacer esto, siempre tuve pánico de exponer mi voz.
Al respecto, precisamente, quiero aclarar una cosa. Si puse aquella condición de que el libro me gustara mucho, no fue por hacerme el difícil, qué va… Este oficio de las letras tiene, a mi entender, por lo menos dos etapas. En primer lugar, la solitaria de la escritura, de la escritura-lectura-vuelta a la escritura, y así. Después, cuando el trabajo parece “mostrable”, ya se pone el pie en la otra etapa, la social, la de exponer eso en lo que, en el mejor de los casos, uno puso su mente y su corazón. Y aquí estamos, entonces. Creo que no podemos, ni a palos, sentarnos en esta mesa sin un genuino amor por lo que nos convoca. Y éste es uno de los primeros temas con que se expone La tumba de Faulkner: la faz social de la actividad literaria. Eso que le hace decir a Holden Caulfield, el personaje de El guardian entre el centeno de Salinger, que cuando alguien sabe de literatura, cuesta mucho trabajo llegar averiguar si es estúpido o no.
Escribe Daniel:
Fui objeto de mi imaginación en lugar de que ella lo sea de mí. (…) Así voy decidiendo este camino: sin decidirlo en absoluto.
Los escritores orbitamos alrededor de dos gestos: el plan y la deriva. Pienso que el estilo de Daniel es de los que apuestan sobre todo a la deriva, a que de ella se vaya desprendiendo el plan. En la mayoría de los textos de este libro creo que nos asomamos a una escritura que es como una extraña montaña rusa de ritmo y trayecto imprevisibles; que revela huellas del propio proceso creativo; que alimenta los relatos y se alimenta de ellos; todo a un mismo tiempo.
Escribe Daniel:
No sé si mis compañeros de escuela eran felices, lo aparentaban, pero ninguno estaba dispuesto a reconocer que al menos había algo que no iba, sólo algo digo.
Entonces podemos también decir: una escritura que parte de una falla en las cosas, que va y que busca. Busca de la misma manera en que busca la lectura. Porque ¿a qué se debe que uno escriba y/o lea literatura? Yo creo que a que hay algo (o mucho) que no nos cierra; a que todo se nos antoja muy complejo, muy extraño, y entonces necesitamos aventurarnos para ver si entendemos un poco, y después nos encontramos con que peor, entendemos menos todavía, pero a esa altura ya se hizo la cadena, no se puede parar de leer. Ni de escribir; aunque en apariencia no escribamos.
Escribe Daniel:
El gobierno australiano protegía los espacios sagrados de los aborígenes expulsando a los mismos aborígenes de sus espacios sagrados. Lo que quizá parezca políticamente incorrecto para muchos, pero sensato para quienes opinaban que lo único que hacían los aborígenes era comprar cerveza en el supermercado y pelear por su derecho a tanta más cerveza, horadando así su propio legado espiritual. Sumado a que existían altas probabilidades de que ya hubieran olvidado que ése era su lugar sagrado.
Noticias de un mundo extraño. Un mundo extraño del que la escritura parte, y del que da cuenta.
Y entonces escribe Daniel:
Soy el científico que se trabaja, que anota en cada rincón de su cerebro las impresiones de una vida que por particular no deja de ser, en algún punto, universalizable.
Un mundo capaz de tornar extraña la propia experiencia, y la propia autobiografía. En este caso una autobiografía velada y desvelada, en la que el legado del judaísmo aparece como una mochila pesada y agobiante pero, al mismo tiempo, como un reaseguro de vaga identidad, y de no menos vaga orientación en medio de la niebla. O mejor todavía, como una antiquísima heladera donde conservar alimentos del alma, algunos más tóxicos que otros.
Escribe Daniel:
Le dije que yo también escribía, que en mi país las cosas no estaban del todo bien y que mi misión era escribir para intentar cambiar el estado de cosas. Ella, sin embargo y aunque benévola, no pudo contener una sonrisa.
¿Para que leemos y escribimos, entonces? Me gusta suponer que la literatura, es la única actividad en la que podemos obsesionarnos con las palabras sin olvidar su misterio. Si no fuera por la literatura, pondríamos esa obsesión al servicio de certezas súperarchidudosas. ¿Qué seríamos? ¿Correctores ortográficos de carteles de calles? ¿Pastores de la autoayuda? ¿Técnicos del buen persuadir? No, paso. Prefiero caer redondo en libros como éste, que en su trayecto sinuoso me hizo acordar una y otra vez de aquella a esta altura casi famosa proposición de Marguerite Duras: “Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiéramos.”.
(Leído temblorosamente en público el 7/10.)
2 Comments:
lo que dice Holden de los que saben de literatura.. lo aplicaría en general al 90 % de las mujeres
Epalalá!
Qué queda entonces para las "mujeres que saben de literatura"...
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